EL TACO
He asistido
recientemente a dos coloquios sobre el lenguaje actual, en sendas ciudades. En
ambos salió pronto a relucir, como característica de nuestro tiempo, la
abundancia enorme de tacos en la conversación. Han invadido, en efecto, dos
territorios que les estaban hasta hace poco vedados; el idioma de las mujeres y
el de los niños. En el de aquellas, se evitaban enérgicamente como signos de
feminidad; han sido conquistados ahora por muchas en nombre del feminismo. En
cuanto a los infantes, cualquier osadía les dejaba huella en los carrillos. Veo
y oigo ahora, a veces, en radio y televisión, programas con niños que apenas
balbucean, y no los prodigan menos. Imitan, claro es, lo que oyen, incluso en
aquellos mismos medios, donde no pocos entrevistados aprovechan el micrófono
para vomitar en él; y donde se les ofrecen bullendo en películas y series,
españolas en particular ,que los concentran para parecer realistas.
Se me preguntó en
aquellos coloquios por mi opinión sobre este rasgo de la conversación moderna.
Parece inútil descalificarlo en nombre de la urbanidad, concepto ya arcaico. Me
acogí a mi propio sistema de valores, forjado en otra época. Habiendo sentido
siempre el taco o el palabro como ajenos a la expresión femenina e infantil, no
puedo, literalmente no puedo escucharlos en una mujer o en una criatura sin
sentir repeluzno. Es como si las viera alteradas y trocadas contra natura. Eso
no ocurrirá, supongo, a quienes hayan vivido tal situación sin
haber conocido otra.
Pero no es esta cuestión, en que
estética y ética andan entremezcladas, la que me suscita más preocupación. En
el taco se coagula un mensaje irreprimible que no admite espera. La emoción que
suele producirlo no concede tiempo para formularla con mayor elaboración. Todos
experimentamos ese impulso, aunque sean muchos quienes pueden refrenarlo. Un
amigo mío se conforma con llamar imprudente al conductor que casi lo atropella.
Confieso que no hago mucho por contenerme, y que han fallado siempre mis
propósitos de enmienda.
Sin embargo, veo con enorme alarma su generalización como hábito,
como forma de normal expresión, vaciado muchas veces de emotividad, vehículo
simple de lo que no se sabría expresar de otro modo. Testimonio probable de una
sociedad con pensamiento tan elemental que no precisa lenguaje alguno para
comunicarlo: le basta el eructo oral, tan próximo al regüeldo de los jaques de
antaño.
(Fernando Lázaro Carreter: El dardo
en la palabra.)
CLÁSICOS
Frente a tantos y tantos libros solo entretenidos, ingeniosos,
eruditos o muy doctos,
pero de un solo encuentro, frente a tantos papeles de usar y tirar, como la
prensa periódica
y los folletos informativos, los textos literarios se definen por admitir más
de una
apasionada lectura. Y. entre estos, los clásicos son los que admiten e invitan
a
relecturas incontables.
Son esos textos a los que uno puede una y otra vez volver con
confianza y alegría,
como uno retoma la charla con viejos amigos, porque conservan siempre algo más
para
decirnos y algo que vale la pena
rescatar en nuevas reflexiones. Tienen la virtud de
suscitar en el lector íntimos ecos, es como si nos ofrecieran la posibilidad de
un diálogo
infinito. Por eso, pensamos, perduran en el fervor de tantos y tan distintos
lectores. Son
insondables, inagotables, y en eso se parecen a los mitos más fascinantes, en
mostrarse
abiertos a nuestras preguntas y reinterpretaciones.
Podríamos clasificar a
los clásicos como "la literatura permanente" —según frase
de Schopenhauer—, en contraste con las lecturas de uso cotidiano y efímero, en
contraste
con los best sellers y los libros de moda y de más rabiosa actualidad.
Suelen llegamos
rodeados de un prestigio y de una dorada pátina añeja; pero son mucho más que
libros
antiguos, aureolados por siglos de polvo. Conservan su agudeza y su frescura
por encima
del tiempo. Son los que han pervivido en ¡os incesantes naufragios de la
cultura,
imponiéndose al olvido, la censura y la desidia. Algo tienen que los hace
resistentes,
necesarios, insumergibles. Son los mejores libros "con clase", como
sugiere la etimología
latina del adjetivo classicus.
Los autores clásicos son quienes han dejado en sus libros, en sus
textos de larga
tradición, los mensajes más perdurables y las palabras de mayor fuerza poética.
Son los
intérpretes privilegiados de la fantasía y la condición humana cuyas voces
lejanas
podemos escuchar gracias a sus escritos. Mediante el lenguaje el ser humano
puede ejercitar la imaginación y la memoria en viajar al pasado y en la
previsión del futuro.
La escritura facilita enormemente esos viajes sobre e! tiempo. Con su
imaginación y la
memoria podemos evadirnos del presente inmediato, saltar por encima de las
circunstancias y situarnos junto a esos escritores antiguos. Gracias al
lenguaje, a
la escritura y al arte de leer.
(Carlos García Gual.)